Martes, 30
de noviembre de 2004
La fantasía de Al
Andalus
Stanley
G. Payne
EL
MUNDO
Las investigaciones que comenzaron en el siglo XIX sobre la
sociedad medieval musulmana conocida como Al Andalus se han ampliado
enormemente, de modo que ahora quizá los historiadores saben más de
Al Andalus que de cualquier otra sociedad musulmana anterior a la
época moderna.
En la cúspide de su poder, en el siglo X, Al Andalus era el
equivalente a lo que hoy en día llamaríamos una gran potencia, con
una economía pujante y una brillante alta cultura. Al igual que
todas las sociedades de la época clásica árabe, mantenía un sistema
de tolerancia discriminatoria que permitía a judíos y cristianos
seguir practicando su religión discretamente, aunque nunca con los
mismos derechos que tenían los
musulmanes.
Al Andalus practicaba también sistemáticamente la yihad
militar contra sus vecinos, concedía voz a los nuevos grupos
islamistas intolerantes y era incapaz de alcanzar otra estructura
política que no fuera el despotismo oriental. No se conocían los
fueros descentralizados ni las leyes constitucionales. A la larga,
su sistema se desmoronó y quedó sumido en el caos, a lo que
siguieron 250 años marcados por las invasiones de los violentos
yihadistas islamistas de Marruecos.
Mucho más allá de la sociedad investigada por los
historiadores, algunos liberales del siglo XIX de España
descubrieron y concibieron su propia fantasía: la fantasía de Al
Andalus. Esta tierra de fantasía que inventaron a su propio gusto
era una sociedad de pura tolerancia y hermandad, de una convivencia
utópica, tal como se describiría más tarde, que disponía de la
cultura más avanzada del mundo. La yihad no se conocía, puesto que
la cultura y la tolerancia eran los únicos valores notables de sus
ciudadanos. A finales del siglo XIX y en el siglo XX, algunos
izquierdistas españoles incluso sugirieron que Al Andalus ofrecía el
mejor modelo para la Península, en contraposición a la militante e
intolerante Castilla.
Los fantasiosos, por supuesto, ignoran que Al Andalus vivía
en un despotismo militarista y que toda la alta cultura árabe de la
época clásica resultó un callejón sin salida. Al final el principal
heredero cultural de la que fuera antes una sociedad sofisticada ha
sido Marruecos, aunque la herencia no parece haberle hecho mucho
bien. Si, por algún desastre histórico, Al Andalus se hubiese
apoderado de todos sus vecinos cristianos, a la larga la península
Ibérica se habría convertido en una especie de Marruecos del Norte.
En ese caso, hoy los inmigrantes no estarían pasando en gran número
de Marruecos a Marruecos del Norte, sino que también abandonarían
Marruecos del Norte para buscar empleo en
Europa.
En el siglo XX, con el establecimiento del pequeño
protectorado de España en tierras de Marruecos, en algunos círculos
políticos y culturales se desarrolló un concepto más pragmático
sobre la afinidad especial de España con el mundo árabe. Después de
los horrores de la pacificación de los años 20 del siglo pasado, los
administradores españoles sí mantuvieron relaciones inteligentes con
las elites marroquíes, e incluso tomaron medidas para facilitar
ciertas prácticas religiosas
musulmanas.
En la medida en que existió esa relación especial, el único
beneficiado fue Franco. Las elites marroquíes reforzaron su
retaguardia en el protectorado durante la Guerra Civil, unos 70.000
voluntarios marroquíes formaron una parte importante de sus fuerzas
militares y los jefes de Estado de varios países árabes le
proporcionaron reconocimiento internacional y apoyo durante los años
de ostracismo, después de 1945.
Sin embargo, incluso Franco sufrió los efectos de su propia
fantasía, que no tenía que ver con Al Andalus, sino con Marruecos,
pues estaba seguro de que durante muchos años seguiría siendo un
fiel protectorado de España y de Francia. La retirada más bien
precipitada de los franceses en 1956 cogió a Franco por sorpresa y
al cabo de unos meses no le quedó más alternativa que, más bien
ignominiosamente, seguir el ejemplo de
Francia.
España apenas se había retirado del protectorado cuando tuvo
que hacer frente a los ataques marroquíes contra el resto de sus
posesiones en Ifni y el Sahara. La presión del imperialismo de
Marruecos en el Sahara angustió a Franco en sus últimos días y
probablemente aceleró su muerte.
Desde aquellos tiempos todo ha sido una sucesión de
problemas: brutales acciones militares en el Sahara, una presión
continua contra Ceuta y Melilla, acoso ilegal de los barcos
pesqueros españoles (mientras se violaba un acuerdo tras otro), un
enorme tráfico de drogas, fomento de la inmigración ilegal,
crecimiento del terrorismo islamista, el intento de tomar Perejil...
La lista podría ser más larga.
Como Marruecos dispone de un Gobierno laico y también de una
especie de sistema parlamentario, y oficialmente se enorgullece de
cierto progresismo y de mantener relaciones estrechas con Europa,
desde hace mucho se ha dado por sentado que de alguna manera los
problemas relacionados con las sociedades árabes de Oriente Próximo
nunca surgirían en Marruecos. Ahora está claro que no es así.
Marruecos es, de hecho, uno de los dos principales problemas de
España, junto con el de los nacionalismos
periféricos.
La solución de Zapatero ha sido mostrar un despreocupado
apoyo al Gobierno de Marruecos, incluso a su brutal política en el
Sahara. Por supuesto, un presidente que piense que Francia es un
gran aliado de España es aparentemente capaz de creer cualquier
cosa, pero es probable que haga falta una política más firme y
medida.
Más realista es el estudio Nuevos retos, nuevas respuestas:
Estrategia militar española, publicado por el Ministerio de Defensa
en agosto. Este estudio considera la estabilidad de la zona del Gran
Magreb «uno de los objetivos de seguridad más relevantes de España»
y prevé la necesidad de «disuasión, cooperación, prevención y
respuesta militar», e incluso «en el caso de una potencial agresión
a los espacios de soberanía nacional... el empleo de la fuerza».Y si
se llega a esto, uno se pregunta cuánto apoyo brindará la Unión
Europea a España. Este nuevo estudio militar simplemente señala que
hace falta menos fantasía y más realismo.